sábado, 18 de febrero de 2012

Historia del Pepino boliviano

Un pepino, antes de ser pepino, es Claudio Antonio Cortez Chumacero. Su proceso de transformación acontece un día antes del domingo de carnaval, en una habitación aislada de la antigua casona que da a plena esquina de la Sagárnaga y Montes de Oca.

La única ventana de la habitación tiene tapas de madera y Claudio, el pepino, las cierra cuidadosamente para que no se filtre ni una pizca de luz. Así también el ruido de la calle aminora.

Es imprescindible un poco de silencio, poca luz. Las condiciones para la transformación deben estar dadas de tal manera que nada falle. Hubo un año en el que por las precarias condiciones para la transformación, el pepino terminó a medias.

Fue un poco pepino, un poco oso de la diablada, un poco delantero de Chaco, un poco heladero en el desfile, un poco el loco de la plaza. Tardó seis meses en recuperar el estado normal, y otros seis en recuperar el habla y seis más en perder el miedo a circular. En total, año y medio perdido.

Ahora nada puede fallar, la transformación debe ser perfecta. El proceso debe ser perfecto. Claudio, el pepino, hace una venia a la nada, saca trago de su media derecha y se dirige a cada esquina de la habitación para verter un poco en el piso diciendo no sé qué cosas y nombrando a no sé qué cerros.

Luego da brincos como si fuera el mejor refuerzo del seleccionado de la zona de Achumani que, por cierto, es el que más copas perdidas lleva en su haber y eso los hace ser como son, a veces sacando pecho y otras sacando improperios de debajo de la manga corta. Pero nadie les hace caso.

Y Claudio deja de brincar, se cansa un poco, ingiere el líquido de la botella, pone cara de asco en el primer sorbo, luego se le pasa y dice “uta, fuerte”. Emite un sonido como un soplo y se da otra vez impulso para dar un volteo triple sin consecuencias para ningún objeto circundante y al mismo tiempo ruega a su abuelita por los desposeídos y por la gata de la vecina con la que sueña todos los viernes que llega mareadito directo de la oficina.

Los viernes sale a cantar con su jefa que hace rato no tiene quién le hable al oído y se hace mimar, se hace creer que el funcionario Claudio, futuro pepino, está enamorado y así se va en radiotaxi a casa, a tapar a sus hijos mientras duermen.

La jefa se va a dormir con sus manos en el centro, extrañando a su antiguo amor, al que perdió en una noche de juegos de infidelidad. Claudio no tiene prisa. El pepino está apurado.

Después del volteo obligado, Claudio, futuro pepino de la ínclita ciudad, se sienta en medio del cuarto, en el suelo. Rememora inciertos pasajes de la historia local, se acuerda del colgamiento de Villarroel y del gol de Pelé de chilena al poderoso celeste en ocasión de un día nublado, hace años.

Enciende un cigarrillo y escucha con claridad el sonido que hace la primera aspiración. Su corazón late y no hay duda de su vitalidad. Afuera está esperando el carnaval, sin motivo pero con ímpetu. Se para rápido, de un salto, corre al closet, lo abre y saca de ahí el traje, mitad celeste, mitad blanco. Brilloso el traje.

Luego saca la careta que tiene una sonrisa eterna que parece provenir de una película de bajo presupuesto en la que la primera muerta es siempre una adolescente haciendo el amor en una camioneta Dogde.

La careta es su nueva cara para los próximos cuatro días. El traje es su nuevo cuerpo para los próximos cuatro días. El pepino Claudio se transforma. Entra en el traje y en el mundo de abajo, sacude a los ángeles, saca chispa del suelo mientras zapatea una cueca imaginada. Abre la cortina. Con la nueva luz se ilumina el matasuegras debajo de la cómoda.

El pepino Claudio toma su arma de mentiras y abre la puerta. Sale al mundo de abajo y se entrega. Pero antes cierra la puerta con candado, en estas fechas hay harto ratero por la zona.

El pepino Claudio, horas después, quizás días, yace en una canaleta, con su bragueta abierta y con un zapato menos, durmiendo el sueño de los pepinos. Entre sueños siente estar embarazando a una menor con tragos, se alegra de estar pegando a un gringo en medio de la noche, sueña que sale de todos los bares sin pagar.

En medio de sus sueños de pepino de altura, siente que alguien lo levanta y lo transporta. Sueña levitando. Ahora sueña que la oscuridad lo envuelve. Sueña movimiento. Todo oscurece, todo calla.

Afuera, la fiesta ha comenzado a terminar, el pepino ha sido enterrado y todo el mundo a bailar y a ingerir hasta estallar. El pepino volverá a ser pepino en un año más. Quizás la funcionaria infiel extrañe a Claudio, pero nadie más.

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